Harto de ser Han van Meegeren, harto de ser desdeñado por la crítica y de haber comparecido en un tiempo equivocado, Han van Meegeren planificó ser un pintor del siglo XVII. El Siglo de Oro le prodigó la magnitud de Johaness Veermer, de quien osó el tema bíblico de la cena de Emaús. A la esplendidez inaugural le siguieron obras que acaso podríamos tratar de menores. Cuando fue arrestado, van Meegeren se deparó con una disyuntiva inesperada: si declaraba que no había incurrido en traición, pues las obras vendidas al Reich eran de su cuño, las telas serían extirpadas de los museos; si no lo hacía, sus invenciones continuarían seduciendo bajo la férula del otro holandés. Finalmente optó por desvelar la impostura.
En otro siglo de oro, un autor que quiso llamarse Alonso Fernández de Avellaneda, concibió la edificación de un nuevo Quijote. Para el efecto emuló las muchas destrezas y también las muchas indestrezas cervantinas: la amenidad, la variedad, la cascada verbal, la intercalación, el desparpajo. En el prólogo de su edición, el furtivo autor esclareció que no pretendía más que proseguir las aventuras ya incoadas por su cercano colega. He leído que Avellaneda despierta animadversión porque quiso aprovecharse de la creciente fama del libro de Cervantes. A mi juicio, esa imputación incide en dos errores de base: en primer lugar, Avellaneda es un seudónimo y como tal abriga el nombre de alguien que probablemente fue célebre; en segundo lugar, y esto es quizás lo de mayor relieve, un escritor es (o debería ser) libre para fabular con personajes, ambientes, lenguajes o historias consabidas. Es seguro que ni Racine ni Corneille prohijaron la idea de ser Eurípides; si a Séneca lo atareaba la filosofía de la tragedia, es fútil imputarle el deseo de ser Sófocles. Avellaneda ciertamente no anheló ser Miguel de Cervantes. Han van Meegeren no quiso ser un epígono, sino el propio Johaness Veermer. La obnubilada y aclamante crítica de la época llegó a calificar aquella primera incursión como la mejor de todas las obras conocidas del venerado pintor.
Un artista puede ser otros artistas. Quien premedita serlo debe saber que el tiempo no indulta de la obligación debida a la época que nos sortea el devenir.
En otro siglo de oro, un autor que quiso llamarse Alonso Fernández de Avellaneda, concibió la edificación de un nuevo Quijote. Para el efecto emuló las muchas destrezas y también las muchas indestrezas cervantinas: la amenidad, la variedad, la cascada verbal, la intercalación, el desparpajo. En el prólogo de su edición, el furtivo autor esclareció que no pretendía más que proseguir las aventuras ya incoadas por su cercano colega. He leído que Avellaneda despierta animadversión porque quiso aprovecharse de la creciente fama del libro de Cervantes. A mi juicio, esa imputación incide en dos errores de base: en primer lugar, Avellaneda es un seudónimo y como tal abriga el nombre de alguien que probablemente fue célebre; en segundo lugar, y esto es quizás lo de mayor relieve, un escritor es (o debería ser) libre para fabular con personajes, ambientes, lenguajes o historias consabidas. Es seguro que ni Racine ni Corneille prohijaron la idea de ser Eurípides; si a Séneca lo atareaba la filosofía de la tragedia, es fútil imputarle el deseo de ser Sófocles. Avellaneda ciertamente no anheló ser Miguel de Cervantes. Han van Meegeren no quiso ser un epígono, sino el propio Johaness Veermer. La obnubilada y aclamante crítica de la época llegó a calificar aquella primera incursión como la mejor de todas las obras conocidas del venerado pintor.
Un artista puede ser otros artistas. Quien premedita serlo debe saber que el tiempo no indulta de la obligación debida a la época que nos sortea el devenir.