El filósofo latino Celso fue un hombre lúcido y precursor. Antecedió en siglos a ese extraño desacuerdo que hoy asoma entre dispersos y prudentes católicos. Los prosélitos de la iglesia de Roma aprueban, o creen aprobar, la íntima orientación de esa cofradía. Aceptan y se devotan a Cristo, presienten la vida pos vida telúrica, admiten la Santísima Trinidad, aprecian a los santos, idolatran imágenes, ayunan y celebran (sin entender muy bien por qué) la Navidad. Yo entiendo que un fiel debe acatar la normativa de su jerarca príncipe. Para el caso, ello supone la discriminación a los homosexuales, la refutación de la anti y la contracepción, significa venerar la perennidad del matrimonio aun cuando carezca de sentido, implica proveer de ilimitados hijos a familias incapaces de atenderlos, significa ser conniventes con antónimos vitales: sancionar el aborto y aplaudir sin ámbitos cualquier tipo de fecundación, significa inadmitir descendientes de padres separados. Esta convenciones están cercadas de una apariencia de moral que no es otra cosa que una dilapidación de lo inmoral. Yo me pregunto, si la buena inteligencia de un católico desacata estas órdenes, ¿por qué proseguir en las filas de la iglesia?
Las tradiciones familiares no son necesariamente pruebas de sensatez. La imposición de un credo tampoco lo es. La lucidez estriba en renunciar a ella.
Celso podría haber soñado con el fin de la Iglesia Católica. Yo lo secundo en este ilusorio y urgente altruismo.
sábado, 9 de agosto de 2008
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