quinta-feira, 28 de agosto de 2008

Van Meegeren

Harto de ser Han van Meegeren, harto de ser desdeñado por la crítica y de haber comparecido en un tiempo equivocado, Han van Meegeren planificó ser un pintor del siglo XVII. El Siglo de Oro le prodigó la magnitud de Johaness Veermer, de quien osó el tema bíblico de la cena de Emaús. A la esplendidez inaugural le siguieron obras que acaso podríamos tratar de menores. Cuando fue arrestado, van Meegeren se deparó con una disyuntiva inesperada: si declaraba que no había incurrido en traición, pues las obras vendidas al Reich eran de su cuño, las telas serían extirpadas de los museos; si no lo hacía, sus invenciones continuarían seduciendo bajo la férula del otro holandés. Finalmente optó por desvelar la impostura.
En otro siglo de oro, un autor que quiso llamarse Alonso Fernández de Avellaneda, concibió la edificación de un nuevo Quijote. Para el efecto emuló las muchas destrezas y también las muchas indestrezas cervantinas: la amenidad, la variedad, la cascada verbal, la intercalación, el desparpajo. En el prólogo de su edición, el furtivo autor esclareció que no pretendía más que proseguir las aventuras ya incoadas por su cercano colega. He leído que Avellaneda despierta animadversión porque quiso aprovecharse de la creciente fama del libro de Cervantes. A mi juicio, esa imputación incide en dos errores de base: en primer lugar, Avellaneda es un seudónimo y como tal abriga el nombre de alguien que probablemente fue célebre; en segundo lugar, y esto es quizás lo de mayor relieve, un escritor es (o debería ser) libre para fabular con personajes, ambientes, lenguajes o historias consabidas. Es seguro que ni Racine ni Corneille prohijaron la idea de ser Eurípides; si a Séneca lo atareaba la filosofía de la tragedia, es fútil imputarle el deseo de ser Sófocles. Avellaneda ciertamente no anheló ser Miguel de Cervantes. Han van Meegeren no quiso ser un epígono, sino el propio Johaness Veermer. La obnubilada y aclamante crítica de la época llegó a calificar aquella primera incursión como la mejor de todas las obras conocidas del venerado pintor.
Un artista puede ser otros artistas. Quien premedita serlo debe saber que el tiempo no indulta de la obligación debida a la época que nos sortea el devenir.

sábado, 9 de agosto de 2008

El fin de la iglesia católica

El filósofo latino Celso fue un hombre lúcido y precursor. Antecedió en siglos a ese extraño desacuerdo que hoy asoma entre dispersos y prudentes católicos. Los prosélitos de la iglesia de Roma aprueban, o creen aprobar, la íntima orientación de esa cofradía. Aceptan y se devotan a Cristo, presienten la vida pos vida telúrica, admiten la Santísima Trinidad, aprecian a los santos, idolatran imágenes, ayunan y celebran (sin entender muy bien por qué) la Navidad. Yo entiendo que un fiel debe acatar la normativa de su jerarca príncipe. Para el caso, ello supone la discriminación a los homosexuales, la refutación de la anti y la contracepción, significa venerar la perennidad del matrimonio aun cuando carezca de sentido, implica proveer de ilimitados hijos a familias incapaces de atenderlos, significa ser conniventes con antónimos vitales: sancionar el aborto y aplaudir sin ámbitos cualquier tipo de fecundación, significa inadmitir descendientes de padres separados. Esta convenciones están cercadas de una apariencia de moral que no es otra cosa que una dilapidación de lo inmoral. Yo me pregunto, si la buena inteligencia de un católico desacata estas órdenes, ¿por qué proseguir en las filas de la iglesia?
Las tradiciones familiares no son necesariamente pruebas de sensatez. La imposición de un credo tampoco lo es. La lucidez estriba en renunciar a ella.
Celso podría haber soñado con el fin de la Iglesia Católica. Yo lo secundo en este ilusorio y urgente altruismo.