En un mito que nadie ignora, Adán es ofrendado con la compañía de Eva, la primera mujer. Adán estaba solo, quizá abatido por el ancho mundo sin eventos que dios le había deparado. El Paraíso era un sitio incólume pero imperfecto. Eva lo eximió para siempre de esa aterradora paz. Tengo para mí que los castigados lamentaron no la salida de un lugar de mañanas, tardes y noches simétricas, sino la decepción provocada al padre.
La Comedia de Dante es una lectura de asombro decreciente. Mientras el Infierno es una geografía preparada para el desconcierto, el Purgatorio ablanda las condenas pero deja persistir la sorpresa. Creo que el tedio del libro se instaura en el Paraíso, que es una república poblada de círculos, himnos y luces y virtudes.
La paz y la bondad absolutas no atraen la atención humana, pero se propende a desearlas. Fray Luis de León declaró: "Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido". Berceo celebró el sosiego de los vergeles bucólicos. Estas defensas, de tan fácil realización en época de los poetas, ha prevalecido con un guiño de utopía. Lo constato en el texto de un sociólogo chileno, Fernando Villegas. Su libro "El Chile que no queremos" es un lato desahogo que a medio camino se enerva. Es visible que Villegas no sabía cómo completar su composición y se atuvo a la mera ferocidad. Tanto fue su denuedo que a cierta altura inquirió: " ¿A dónde ir?".
Parece axioma postular el abandono de Santiago. Presumo que Villegas integra esa caterva, pues cita (presiento que con envidia) a personas que se han mudado al campo. Hay algo incómodo en este juicio. La hagiografía de los extramuros no condice con gente asociada al libro, al concierto, a la charla, al café o al vino. Santiago no es la ciudad sucia y descuidada que él traza. Es una experiencia mucho más civilizada de lo que hemos insistido en suponer.
El arroyo, los ciruelos, el cielo limpio son manifestaciones respetables, pero previsibles. Tornarlos un ideal puede no ser más que una escondida ponderación de la monotonía.
sexta-feira, 12 de dezembro de 2008
terça-feira, 2 de dezembro de 2008
La bandera y el himno
Días atrás oí una ponderada defensa del himno patrio. Recordé que a esta explícita devoción se le acostumbra aparejar la figuración de la bandera. Si no me equivoco, esta es la magna simbología de lo que para muchos compendia el amor a la nación. Me permito una interrogante: ¿esta prescripción nació de civiles? Hasta donde logro suponer, no. Los militares no conciben el universo sin la pleitesía a fetiches previamente consagrados. La máxima afrenta (consta en el avieso catálogo del siglo XX) es la quema de una bandera.
En un instante presuroso, casi a punto de zozobrar, Arturo Prat Chacón arengó a sus hombres con una exclamación conferida que no se puede corroborar: "¡Muchachos!, la contienda es desigual. Nunca se ha arriado nuestra bandera al enemigo y espero no sea esta la ocasión de hacerlo. Mientras yo viva, esa bandera flameará en su lugar; si muero, mis oficiales sabrán cumplir con su deber". Previo al abordaje, previo a ser ultimado, el comandante invierte (o la Historia quiere que invierta) más de la mitad de la breve exhortación en remitirse a la bandera de Chile.
Poco más de un siglo después, Bonvallet, un futbolista retirado que se niega con logro eminente al ejercicio de la inteligencia, entrevistó al dictador. Tras él, hierática, una bandera; mientras la apuntaba, el futbolista entonó: ''todos saben del amor irracional que siento por mi patria''.
Bonvallet y otros ejemplares de la plutocracia chilena profesan ciertas veneraciones que son de ardua compatibilidad: por un lado declaran su aprecio al país; por otro se jactan de la tiranía. Tengo dificultades para entender cómo un patriota puede asentir, justificar y fomentar el exterminio de sus coterráneos.
Quevedo pensaba que la mejor manera para enriquecer a un hombre no era atiborrándolo de monedas, sino quitándole la codicia.
Enseñarle a un niño a contemplar la bandera mientras finge denuedo al cantar no es índice de patriotismo. Es un rito que se perpetúa por el temor a serle infiel a una tradición.
Las tradiciones pueden ser también una refinada y tediosa forma de no pensar.
En un instante presuroso, casi a punto de zozobrar, Arturo Prat Chacón arengó a sus hombres con una exclamación conferida que no se puede corroborar: "¡Muchachos!, la contienda es desigual. Nunca se ha arriado nuestra bandera al enemigo y espero no sea esta la ocasión de hacerlo. Mientras yo viva, esa bandera flameará en su lugar; si muero, mis oficiales sabrán cumplir con su deber". Previo al abordaje, previo a ser ultimado, el comandante invierte (o la Historia quiere que invierta) más de la mitad de la breve exhortación en remitirse a la bandera de Chile.
Poco más de un siglo después, Bonvallet, un futbolista retirado que se niega con logro eminente al ejercicio de la inteligencia, entrevistó al dictador. Tras él, hierática, una bandera; mientras la apuntaba, el futbolista entonó: ''todos saben del amor irracional que siento por mi patria''.
Bonvallet y otros ejemplares de la plutocracia chilena profesan ciertas veneraciones que son de ardua compatibilidad: por un lado declaran su aprecio al país; por otro se jactan de la tiranía. Tengo dificultades para entender cómo un patriota puede asentir, justificar y fomentar el exterminio de sus coterráneos.
Quevedo pensaba que la mejor manera para enriquecer a un hombre no era atiborrándolo de monedas, sino quitándole la codicia.
Enseñarle a un niño a contemplar la bandera mientras finge denuedo al cantar no es índice de patriotismo. Es un rito que se perpetúa por el temor a serle infiel a una tradición.
Las tradiciones pueden ser también una refinada y tediosa forma de no pensar.
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