El Hospital
Un amplio patio central rodeado geométricamente por limoneros obliga a pensar que en algún momento de su historia el nosocomio cumplió funciones distintas, tal vez adversas, de las que ahora compagina. En el atrio pueden caber doscientas personas sin tocarse; los doce poyos laterales nunca han sido pintados y todavía pregona resabios de pudorosa publicidad provinciana; los muros que lo cercan elevan galerías verticales de quince ventanas de ángulos consagrados por barrotes inviolables que publican la desesperación de muchas manos anónimas; la baldosa es ajedrezada, tiende al gris y se diría ajena al tiempo a no ser por surcos regulares que al observarlos bien se entiende que los fomentaron pasos rutinarios, mansos y constantes. No hay otra vegetación que las hojas caídas; la parsimonia o el desdén han inventado una costra vegetal de ramas pisoteadas, bichos apelmazados y limones humillados. Una cañería plomiza sube por la arista norte del patio. Hubo un tiempo en que la treparon las hordas que escapaban de las salas de experimentación del segundo piso, en cuyos anchos pasillos aún perturban el paso las muchas y dispersas herramientas arrojadas por las arsenaleras de turno. La luz roja que denunciaba el inicio de las experiencias ha quedado inmovilizada en un perpetuo brillo mortecino. La sala ya no ostenta los cientos de muestras extraídas bajo la promesas siempre incumplidas de libertad; restan, en cambio, todos los folios que transcribieron las disecciones. Algunas páginas se jactan de la seriedad de los emprendimientos e incurren en detalles inoficiosos sobre lo que se entendía por convicción científica, como dejar huir los cuerpos que se arrojaban por las ventanas, caían por la escalera y se apropiaban del atrio en busca de la tubería que no desemboca en calle alguna.
Las paredes del patio han sido sucesivamente pintadas de matices claros. Una de las remociones de la tinta dejó ver que la capa más profunda en algún momento fue roja. El inesperado tono reafirmó la sospecha de que el hospital cumplió otros oficios. La idea prosperó cuando comentaron que el tipo de surcos que domina el pavimento pudo resultar de una punición y no de un ejercicio clínico.
El rojo de la pintura tiende a ennegrecer con los días. Por precaución, se han extraído muestras suficientes para llenar un balde. Expuestas a la luz, la tonalidad se irisa. Al atardecer, cuando el primer viento cobra las hojas apelmazadas, la sensación es de que el rojo bulle, y que emite una frágil huella de incandescencia. De hecho, al tocarla se corre el riesgo de contraer quemaduras de primer grado. Con el tiempo la muestra ha ido disminuyendo. Se ha observado que pasado un mes la pintura se seca por completo, y que entonces se desvanece al mínimo contacto. El bermejo entra en la piel de los curiosos y se deposita para siempre en una sangre fresca y distinta de la que es oriunda.
La sala de espera del hospital carece de sillas, mesones y revisteros. En su lugar hay asientos irregulares con unas cintas diagonales que indican el tipo de enfermedad que padecen los pacientes que aguardan a su alrededor. Una de ellas ostenta un gris azulado sobre el que se han escrito sentencias muy poco convencionales en idiomas divergentes. Algunos denuncian la pésima atención de las enfermeras. Otros lamentan la excesiva distancia social que imponen los médicos. Uno de ellos habla de una larga sesión de hipnosis a que alguien fue sujeto en la primera consulta; la letra es borrosa y parece típica de un zurdo. Parece una acusación, pero el trazo se interrumpe al inicio de la tercera frase. Las dos primeras son ilegibles, algunas letras pueden ser tanto una H como un B, pero esta suposición es lábil y puede incitar sospechas y descréditos gratuitos e innecesarios. Por lo demás, a nadie parece importarle demasiado este riesgo, pues aquella cinta diagonal no ha sido retocada desde su instalación.
La escasez de mesones y de una recepción organizada ha premunido al hospital de un sistema de llamados basados en la suposición. El paciente ingresa al centro y deambula libremente por los pasillos hasta dar con un funcionario que azarosamente le entrega una ficha en blanco en la que debe hacer constar el apellido paterno. La primera de las muchas suposiciones en que se asienta el sistema es que el enfermero conducirá al aquejado al médico pertinente porque no existe diálogo con el paciente. Algunos desavisados han llegado a cursar por días los ramificados corredores de la instalación y hasta han encontrado en el trayecto el paso cansino de los sonámbulos permanentes, un grupo de dolientes terminales (la cifra exacta no se puede determinar, pero es posible aventurar el número quince) que a base de terapias orientales ha logrado conciliar el sueño y la vigilia. Como despertarlos significa su muerte, transitan con una escarapela amarilla visible en uno de los hombros.
La segunda suposición es que los diagnósticos deben ser los idóneos, pues los especialistas respetan la tradición de no interrogar al afectado. Toman la precaución de no transgredir la observancia de silencio mediante la expedición de recetas escritas con caracteres reconocibles y ornamentados. La elaboración de uno de estos documentos puede demorar una hora o más. La tercera y última suposición que debe mascullar el paciente es que el especialista posee una formación académica plausible. Se sabe de al menos cuatro casos de impostores que en un período inferior a tres años han burlado sin grandes óbices el sistema de selección de personal.
Los sonámbulos difícilmente llegan a transitar por el pasillo nueve del cuarto piso. Es un amplio y frío corredor de paredes verdosas, cornisas jaspeadas y cuadros abstractos sin ningún valor. Los veinte asientos laterales no han sido barnizados y su ventana final ofrenda un vitral acuoso y azulado del martirio de Jesús. No hay consenso en cuánto tiempo se lo puede atravesar. Se han propuesto cifras desiguales de treinta, catorce, cinco y hasta cuarenta minutos. Esta irregularidad se ha hecho más visible a medida que el número de pacientes y visitas decrece. Si una persona entra en el corredor saldrá de él sin saber siquiera su nombre. El olvido comienza siendo esporádico y momentáneo, pero hoy en día se ha vuelto vitalicio. Quienes saben del riesgo han llegado a sugerir el paso de enfermos irrecuperables y hasta de gente considerada indeseable. Por algún motivo las autoridades se han negado a cerrar el acceso al corredor y han prohibido la fijación de cualquier tipo de advertencia que delate su peligro.
Al otro lado del pasillo hay una alta repisa de madera bien terminada convenientemente exornada con espejos tallados y dorados. El interior cataloga una nutrida corporación de frascos oscuros cuyos rótulos amarillos poco o nada informan del contenido. En su mayoría son ponzoñas de arañas y ofidios de los sitios aledaños. Hay una serie cuantiosa, aunque repetitiva, de anestésicos de variada calidad y de ácidos dispersos a medio usar. El mueble nunca se cierra. Sus anchas puertas prescinden de manillas y para abrirla se emplea la maña de dar un golpecito en la parte baja del lado izquierdo. No existe vigilancia ni nadie sabe orientar sobre los contenidos. De hecho son pocos los que han solicitado sus frascos inertes o su arsenalería desfasada. Cuando algún médico ha errado en la composición ha sido indultado pues no se concibe que un profesional lleve la culpa por el descuido ajeno. Ha habido protestas episódicas para erradicar el material del gabinete. Gracias a la última querella se promulgó que un estante así favorece, o puede favorecer, la aniquilación involuntaria de personas inocentes. Hubo aplausos y festejos en las dependencias del hospital. Pero al día siguiente y durante los años que siguieron el estante continuó anclado en su frío y denotativo rincón ajedrezado.
Cada piso de la instalación es iluminado de una manera diferente. El octavo, por ejemplo, refleja una luz confusamente amarilla resultado de las innumerables hornacinas católicas que los deudos de pacientes graves han fijado en el curso de las décadas. Por sanción oficial, los cirios que veneran a los santos de la compasión no deben apagarse nunca. Esta medida ha generado malestar entre los visitantes ocasionales, y aun en aquellos que han entendido que el nosocomio es un depositario de inutilidades humanas. Así lo acreditan los recados anónimos que en algún momento llegaron a tapizar los contornos de la planta. Por higiene o simple estética se determinó que los papelillos de reclamos debían poblar una sola pared. Escogieron la más ancha, la pulieron y la pintaron de blanco virginal y ahí dejaron que el antojo, el desdén o el simple tedio la plagaran de clemencias, pedidos de antídotos, obscenidades y ofertas de clases particulares. Las hornacinas no pueden ser aseadas a menos que el paciente sucumba a alguna operación, lo que no suele ser infrecuente. Esa planta es la única que exhibe dos quirófanos paralelos. En la sala norte se practican operaciones funcionales, cuyo fin es previsiblemente satisfactorio pues se tratan dolencias menores como resfríos y cefalgia. Se trasplantan los órganos comprometidos y luego se publican los resultados en un panel contiguo al muro empapelado. En el quirófano sur se ofician operaciones de mayor riesgo, pero el pudor de los profesionales ha determinado que con los años no se corran venturas atribuibles a la impericia manual y se ha optado por el simulacro de intervenciones que pueden demorar hasta once horas continuas. Los pacientes son ingresados con premura ensayada, se les aplica anestesia general y luego se abre alguna parte escogida al azar por un médico previamente sorteado con monedas circulantes. Una pantalla hincada en lo alto del corredor permite acompañar injertos meticulosos y trasplantes vacíos en medio de un coordinado festejo de herramientas y de conversaciones que planifican y deciden dónde será la reunión del próximo fin de semana. Estas intromisiones suelen acabar en decesos. Los deudos nunca solicitan detalles del proceso ni reclaman los cuerpos que invariablemente colonizan el primer subterráneo del edificio. Los familiares reciben en sus casas un escueto pésame y un par de bonos que canjeables por un viaje al exterior.
Una notificación similar se emite a los familiares de enfermos postrados. Una de las autoridades del hospital ideó un sistema transitivo de dolencias que hasta hoy ocupan salas bien definidas y disgregadas. Cuando un profesional concluye que el mal que asedia a un paciente se agrava, tiene la facultad de transferirlo a un cuarto diferente. Si el profesional que lo acoge verifica un nuevo empeoramiento aplica la misma facultad. Un solo paciente puede deambular hasta un límite normado de cinco salas. Pasada esta linde, el paciente es depositado en la sala once de la novena planta. Es una sala recóndita, de ventanas vedadas y huele a cal. No es posible ingresar sin el auxilio de una linterna. Los focos nunca iluminan los rostros, se detienen en el borde de las camillas donde ojos atentos comprueban en las fichas los nombres de los médicos responsables y luego salen. Dos veces por día entran con camillas urgentes que pueden comportar hasta cuatro cuerpos bien dispuestos. Camino al subterráneo un forense imagina el motivo del óbito y lo alberga en un fichero portátil que al cabo de tres semanas se incinera. Más de un funcionario (lo que ha incitado a pensar que se trata de un relato verídico) ha mencionado que dos o tres veces por semana y en horarios imprecisos los muertos dejan el subterráneo y retornan a la sala once del noveno piso. Comentan que es en vano tratar de hablarles. Agregan que el problema peor es confundirlos con los pacientes que suelen errar por el edificio. Nadie ha querido confirmar estas narraciones. Nadie se ha percatado tampoco de que es fácil distinguir los cadáveres entre la muchedumbre, pues una cicatriz azul y estrecha les difama y gobierna el cuello. Esta simple observación habría evitado, como ya ha ocurrido, que los enfermeros condenen al subterráneo a gente equivocada.
De lejos, el nosocomio se asemeja a una catedral humosa. La niebla es solícita e impide que sus salas oscuras se iluminen durante una buena parte del año; sus techos altos, sus hornacinas perpetuas, sus vendedores de baratijas, sus espectros móviles son presididos por una fachada de escalones bajos y un portón de doble entrada. Por la derecha entran solo los clérigos. Este hábito (que algunos han interpretado como designio de dios) no pasa de una simple coincidencia. Sin conocerse, los sacerdotes acostumbran formar grupos que se reparten faenas como el acoso físico y moral a los pacientes ateos y la corrupción intencional de los métodos contraceptivos. Al fondo del zaguán, publicada por cirios de portes y colores divergentes, se irguió una parroquia que hospeda sin estrechez a unos cuarenta fieles. Por la mañana, las recepcionistas se acodan sobre el largo mesón y discurren sobre las variaciones del clima. Hacia el fin de la tarde completan fichas de las que tarjan los apellidos, pues son unánimes en defender que si todos son hijos de dios las identificaciones no son más que una variante de la vanidad. Los registros y los diagnósticos elucidados en una sala contigua a la parroquia suelen extraviarse a los dos días del ingreso. Los pacientes deben confiar (de ahí la proliferación de las salmodias que anteceden prácticamente a todas las habitaciones) en que la providencia los ayudará a sortear los avatares impuestos por el sistema de suposiciones.
El color blanco central le confiere una imagen aseada, desafiante y conservadora al hospital. Cuando lo irguieron, un generoso bosque de pinos rodeaba la alta colina donde se asienta hasta hoy.
terça-feira, 18 de março de 2008
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