domingo, 6 de abril de 2008

Por qué no terminar de leer un libro

Yo no sé cómo me nació la disciplina, pero cierto día descubrí que nunca había interrumpido la lectura de un libro. Entonces recordé los episodios fastidiosos, las páginas trémulas, las tramas incomprensibles que yo voluntariamente me había decidido a digerir. Pero esto último no pasaba de una suposición, porque no es posible digerir una página farragosa. Desde entonces me determiné a interrumpir un libro cuando lo ameritara la falta de atributos o se impusiera el tedio. El primer libro que abandoné fue Vida y opiniones del caballero Tristan Shandy, de Lawrence Sterne. Sé que Sterne preparó el camino de la literatura del siglo XX, sé que es un modelo de ironía y de vanguardia técnica, pero sus méritos, para mí, no se sobreponen a esta evidencia: es un libro temerariamente tedioso. A este fracaso debo añadir la derrota parcial que me impuso Ulises. Joyce, coterráneo de Sterne, ensaya las novedades técnicas de su herencia. Es un libro al que nadie accede de manera virginal. Lo antecede su fama de libro abstruso, disperso. Creo que la mayor dificultad de entrar en él es la de abandonar el hábito de los argumentos que nos legó la literatura del XIX. No abandoné Ulises, pero me abstuve de muchas de sus páginas. Pero creo que esta amputación premeditada no interfirió en el resultado final, pues al clausurarlo comprobé que ciertamente es un libro boscoso y descomunal. Un aburrimiento similiar me lo imprimieron algunas páginas de Paraíso perdido.
Ahora observo que estas aventuras inconclusas o conclusas a medias provienen de la literatura en lengua inglesa. Pero esto no pasa de una coincidencia, pues el mismo riesgo de abandono, en el que no incurrí, me acechó cuando leí Fausto.
En los casos citados, mis desistencias, mi tedio activo y forcejeado se debe a mi preparación deficiente, sin duda. Arribo a mi última desistencia, que atribuyo ahora a la falencia del creador. Se trata de un libro que circuló mucho cuando yo daba clases en los aletargados liceos de Santiago. Siempre rehuí la lectura de Francisco, yo te amo. Reconozco que me interfirió el currículo de Rosasco, uno de los pocos escritores que abrazó a la dictadura. Los años limaron ese prejuicio y lo enfrenté. No sé si lo leí, creo que más bien lo recorrí. A poco andar noté que el lenguaje supuestamente juvenil era matemático y cursi. La historia de un chico urbano que se enamora de una muchacha poco convencional, una circense. Las pocas páginas no impidieron mi tedio casi inaugural. Lamentando las páginas que aún me aguardaban me atreví a solo mordisquear las sucesivas. La lectura aleatoria de párrafos y su final diagnosticable me dejó esta constatación: Rosasco es un escritor oportunista, preocupado de crear un libro adecuado a la política oficial de 'no causar problemas'. Aquí incide el tedio que provoca: su tensión es previsible, no hay nervio, profundidad ni entrega . Es un libro que sigue claramente una fórmula de corrección. Su sintaxis es cuidada, a veces acierta en los adjetivos, pero carece de pasión. Quien lo abandona no lo hace por peso de su originalidad o la incomprensión de su novedad. Quien lo hace sabe que ha atestiguado el peor pecado de un artista: ser anodino.
Tengo en mi biblioteca el inmenso volumen 'Un hombre sin cualidades'. Si sus páginas algún día me derrotan sabré que tengo mucho que aprender.

Um comentário:

Discoteca Completa disse...

Não gosto de interromper leituras. Mesmo quando o livro me parece cansativo. Mas acho que isso é pura teimosia...